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«El tiempo es equiparable al Dasein [o la existencia del hombre]. El Dasein es lo respectivamente mío (meine Jeweiligkeit), que puede presentar la modalidad del respectivo ser futuro en la anticipación del seguro, pero indeterminado haber sido (unbestimmten Vorbei). El Dasein siempre se encuentra en un modo de su posible ser temporal. El Dasein es el tiempo, el tiempo es temporal. El Dasein no es el tiempo, sino la temporalidad. Por ello, la afirmación fundamental de que el tiempo es temporal es la definición más propia, sin constituir ninguna tautología, pues el ser de la temporalidad significa una realidad desigual (ungleiche Wirklichkeit). El Dasein es su haber sido, es su posibilidad en el encaminarse a este pasado (seine Möglichkeit in Vorlaufen zu diesem Vorbei). En ese encaminarse soy propiamente el tiempo, tengo tiempo. En tanto el tiempo es en cada caso mío, existen muchos tiempos. El tiempo carece de sentido; el tiempo es temporal».

En el presente escrito discutiremos y comentaremos la noción del tiempo que propone Heidegger en su breve artículo El concepto de tiempo, que recoge su conferencia de 1924 del mismo título. Heidegger discute el concepto de tiempo de la tradición que encuentra su desarrollo radical en las ciencias empíricas. Propone una forma de entender el tiempo enraizada en los filósofos preplatónicos que lo vincule al Dasein, a la finitud de la existencia humana, llegando a proponer que la idea de tiempo queda saturada en la experiencia humana. Haremos una serie de consideraciones a partir del comentario de Heidegger, que viene a ser una especie de boceto-proyecto de su primera etapa, e intentaremos ver en qué medida tiene sentido semejante planteamiento.

Ya en su magnum opus Sein und Zeit establece Heidegger que la forma que tenemos de relacionarlos con el tiempo es lo que determina el hecho de que hayamos quedado ciegos ante la experiencia del ser que ocupó a los pensadores originarios anteriores a Platón. La historia de la metafísica a partir de Platón es la historia del olvido del ser en favor de la representabilidad conceptual del ente (particular): hablar del ser pasa a entenderse como hablar de un ente (acaso de el ente, el ens realissimumdas allerrealste Wesen), y no ya del ser como principio fundamental de lo ente en su totalidad. Este fenómeno es denominado por el filósofo alemán ontoteología. Es por eso por lo que para Heidegger es fundamental pensar el concepto de tiempo para poder llevar a cabo una superación de la metafísica occidental que recupere la esencia del hombre: el Dasein o su existencia radicalmente individual.

Heidegger considera que pensar solo puede significar pensar el ser. Todo otro tipo de reflexión es filosofía y, como tal, reduce conceptualmente la realidad para asirla. Este pensar el ser originario tiene que ubicarse en las coordenadas de una reflexión acerca del tiempo. ¿Qué es lo esencial acerca del tiempo? En el sentido en que hemos heredado el término a través de las ciencias físicas, la esencia del tiempo es lo que podríamos denominar como mesurabilidad externa. El sujeto que experimenta el tiempo en la cotidianeidad lo que hace es medir algo que está fuera. Qué sea exactamente ese algo es una pregunta que queda en la más profunda oscuridad, incluso para la propia ciencia empírica, que no puede definir el tiempo sin caer en una absurda y banal concatenación de sinónimos que se muestra totalmente infructífera (duración, magnitud, etc). En estos sinónimos lo fundamental es, como se ha dicho la mesurabilidad, el hecho de que lo denominado por ellos es medible, contable, divisible, analizable, etc. Este problema es una instancia más, un caso, de otro problema superior que siempre rodea a la ciencia empírica: la definición de todo aquello que no sea (únicamente) material (entiéndase, en el sentido en que usamos «material» aquí, las ondas y la energía también son materiales). No obstante, se trata del caso problemático por excelencia de dicho asunto, pues todo lo demás parece estar determinado por la idea de tiempo, que es la base con que el resto de conceptos empíricos se articula (¿cuántas fórmulas matemáticas presentan esa variable «t», que sin embargo resulta tan difícil de explicar teóricamente?). También es central en este ámbito la idea de que el tiempo es algo ajeno al hombre: el tiempo natural, el de la naturaleza, independiente del hombre, se suele oponer a «el tiempo en nosotros», lo cual no es sino una especie de forma poética que utilizan los divulgadores científicos para denominar la «experiencia subjetiva» del tiempo natural, que sería el único verdadero. «Subjetivo» significa para el científico realista siempre parcial y se opone a «objetivo» en tanto que «efectivamente real e independiente del hombre». Este «tiempo en nosotros» del que se habla, no es en el fondo sino un doloroso e incómodo intento de acercar la visión materializada del tiempo a la experiencia que, para Heidegger, es la originaria y que está, no obstante, totalmente perdida. El científico realista consecuente (quizás el empirista no tanto, pero obviaremos esta diferencia para nuestros propósitos presentes) está plenamente convencido de que en realidad tal tiempo es falso, que no es el tiempo que de debe analizar de forma teóricamente fructífera. ¿Por qué es esto así? Porque ese tiempo «subjetivo» no es medible. Es en definitiva esta noción del tiempo como mesurabilidad externa lo que asienta la base epistemológica necesaria para un desarrollo de la visión matemático-materialista del ente como cantidad, basado en una teoría de la representación formulada con la mayor gloria por Descartes. No obstante, la última raíz es por supuesto la Física aristotélica: Aristóteles ya establecía, concretamente, que el tiempo es número, que su esencia es cuantitativa, y que tiene un vínculo de dependencia insoslayable con el movimiento: «Es evidente, entonces, que el tiempo es número del movimiento según el antes y después, y es continuo, porque es número de algo continuo» (Aristóteles, 225a).

Pero Heidegger rechaza esta perspectiva: él reacciona ante este planteamiento que focaliza el fenómeno del tiempo en un aspecto material que él cuestiona. Para reforzar su posición, se apoya en un texto que pasa por ser inexcusable cuando se reflexiona en términos filosóficos sobre la naturaleza del tiempo: las Confesiones de Agustín de Hipona. Para abrir el camino hacia Agustín, plantea la pregunta «¿Soy yo mismo el ahora y es mi existencia el tiempo?». Y así, recoge la cita del santo: «In te, anime meus, tempora metior». Fijémonos: el movimiento teórico que aquí se lleva a cabo es exactamente el contrario al que consideraría apropiado el científico realista consecuente: es el espíritu (eso que el realista pusilánime llamaría «mente», aun con recelo) el paradima de la mesurabilidad del tiempo. El tiempo en Agustín de Hipona es mesurabilidad interna. Es esta noción la que luego desarrolla Kant y con él el idealismo alemán: el tiempo como el sentido interno en tanto que opuesto al espacio como sentido externo, ambas formas puras de la intuición. Heidegger aporta este detalle cuando habla de la forma materialista de entender el tiempo hoy: «La homogeneización es una asimilación del tiempo al espacio, a la presencia por antonomasia; es la tendencia a repeler de sí todo tiempo llevándolo a un presente». Homogeneización quiere decir aquí divisibilidad, medición: dotar a algo de una condición tal que permita ser medido. En tanto que se establecen unidades que se repiten periódicamente, el objeto de estudio que es medible es así homogéneo. Además de ello, hablar de un tiempo externo es confundir tiempo con espacio. Lo que hace Einstein al hablar del solapamiento entre espacio y tiempo no hace sino constatar este error pero sin llegar a identificar su causa.

Sin embargo, Heidegger entiende que de esta manera no queda superado el problema central. La ciencia newtoniana conserva la idea de tiempo de Aristóteles frente a la de Agustín de Hipona: el tiempo se exterioriza y se postula bajo los rasgos definitorios del espacio –ora como un atributo suyo o como identidad radical con el mismo– pero lo que se conserva y es común a ambas corrientes es el hecho de que el tiempo es esencialmente medida. Heidegger busca fervorosamente una manera de superar este esquema, pero no por ello cae del mismo bando que fundó la actitud nietzscheana: engrosar enormemente el estatuto ontológico del presente de tal manera que reduzca pasado y futuro a meros constructos teóricos de la razón: banales consuelos. Lo que hay es, decía Nieztsche, es un ahora eterno, el presente incesante del devenir. Desde el proyecto heideggeriano este intento es precisamente lo que se quiere superar: la estaticidad de la mirada que reduce el ser a lo meramente dado, a lo presente. Es precisamente un mal planteamiento filosófico, el que toma la metáfora del ver (acción que implica el presente por excelencia) como patrón de cientificidad, lo que ha acabado en una ontoteología como el peor aborto de lo que debiera haber sido una metafísica fiel a sus orígenes. Es decir, Nietzsche lo que busca es superar la visión presentista de la ciencia representacionista a base de dilatar su fundamento hasta el punto de que destruya la posibilidad misma de toda representación: el ahora total impide hablar de ahoras, y por tanto imposibilita toda mesurabilidad temporal por falta de unidad de medida.

Heidegger llevará a cabo una táctica parecida pero más potente para sus propósitos: dotará de primacía, en el esquema triádico pasado-presente-futuro, al papel ontológico del polo del futuro (Heidegger: Zukünftigsein des Vorlaufens, ‘anticipación’). Dado su propósito de elaborar una propuesta de metafísica de la contingencia del individuo, Heidegger enarbolará precisamente el elemento del esquema que se caracteriza precisamente por su indeterminación radical (el futuro, en tanto que lo no ocurrido, es lo meramente proyectable: la pura espera o esperanza). Así, el tiempo, elemento central en toda epistemología, se vuelve un núcleo de contingencia que abre el espacio filosófico para desarrollar una ontología de la finitud. No solo queda socavada toda posibilidad de una ciencia representacionista (como Nietzsche ya proponía) sino que además el yo queda determinado como individualidad radical y como núcleo ontológico por excelencia (pues soy siempre yo, o el Dasein que es en cada caso mío, el que espera algo del futuro, el que se proyecta).

Recojamos el apunte final de Heidegger en la conferencia que comentamos:

La cuestión de ¿qué es el tiempo?, se ha convertido en la pregunta: ¿Quién es el tiempo? Más en concreto: ¿Somos nosotros mismos el tiempo? Y con mayor precisión todavía: ¿Soy yo mi tiempo? Esta formulación es la que más se acerca a él. Y si comprendo debidamente la pregunta, con ello todo adquiere un todo de seriedad. Por tanto, ese tipo de pregunta es la forma adecuada de acceso al tiempo y de comportamiento con él, con el tiempo como el que es en cada caso el mío. Desde un enfoque así planteado, el Dasein sería el blanco del preguntar.

Heidegger no responde aquí a la pregunta por la esencia del tiempo de forma definitiva y total. Pero deja claro que el ámbito en que debe plantearse la cuestión es el de la existencia humana (en la línea de Agustín de Hipona) e incluso postula que la forma fundamental de la pregunta es la que identifica tiempo con Dasein, con la realidad bullente del yo finito. Es decir, no se está preguntando si soy yo quien determina el tiempo o quien establece lo que el tiempo es: esta pregunta ya la planteó Kant, proponiendo que el tiempo es una forma pura de la sensibilidad, que solo se da en y por el sujeto. Heidegger se pregunta por la identidad entre el yo y el tiempo. Es un «yo» (como venimos viendo) no teórico, sino vital: su marca más determinante es la finitud. De hecho es el mismo Heidegger quien rechaza radicalmente el proyecto moderno de consagrar al yo en cuanto sujeto por negar la condición esencial del Dasein (la finitud) y quien prepara el terreno para la posterior muerte del sujeto que sentenciará Foucault. Finitud es entendida siempre como un rasgo fundamentalmente individual: «Nunca tengo el Dasein del otro en la forma originaria, el único modo apropiado del tener del Dasein: yo nunca soy el otro».

No obstante, y situándonos en esta problemática tal y como la presenta Heidegger, hemos de hacerle reconocer el hecho que él también realiza el movimiento que rechaza en sus adversarios teóricos, aunque invirtiendo la dirección: Heidegger vitupera a las ciencias empíricas o realistas por equiparar el tiempo al espacio, por hacer del tiempo la «cuarta dimensión» (junto a anchura, largura y profundidad) en un esquema material. Es decir, su argumento se basa en denunciar la reducción del tiempo a algo que no es este, sino simplemente otra entidad cuya percepción está afectada por el tiempo (a saber, el espacio): el tiempo queda limitado al espejismo que percibimos de este al representarnos el espacio. Pero cuando él supedita el tiempo a la experiencia siempre individual del Dasein arrojado al mundo, cuando nos dice que la temporalidad comparte límite con la finita existencia en cada caso mía, está realizando exactamente el mismo movimiento: está reduciendo el fenómeno del tiempo a algo cuya percepción está determinada por este; en particular, al ámbito en que este se da, la existencia humana: «¿Soy yo mismo el ahora y es mi existencia el tiempo?». Más allá de esta banal consideración de la existencia de un esquema común entre crítico y criticado, que Heidegger defendería sin mucho reparo, lo que aquí percibimos tiene consecuencias sustanciales para el proyecto filosófico del pensador alemán.

Al apreciar esta reducción del concepto de tiempo, fundamental en toda reflexión acerca de la estructura de la experiencia del yo, al marco ontológico en el que este se da, nos percatamos claramente del trasfondo del planteamiento heideggeriano: pensar la subjetividad radical. O lo que es lo mismo, llevar hasta sus últimas consecuencias el inacabado proyecto filosófico de la modernidad para poner así de relieve las inconsistencias fundamentales del mismo y posibilitar su superación definitiva. ¿En qué medida es tal cosa posible desde el principio metafísico del pensar el ser sin determinación conceptual alguna (o lo que es lo mismo: libre de las ataduras de la condición de toda determinación, el tiempo)? ¿Se puede pensar sin conceptos (que reducen siempre el ser al ente)? Precisamente es esto lo que se propone Heidegger: abrir espacio para un pensar no conceptual, un pensar que, él diría, sea verdadero y ontológico, pero no lógico.

En sus posteriores interpretaciones sobre Nietzsche deja clara la línea que venimos comentando. La voluntad de poder como voluntad de voluntad es, nos dice, la consumación de la metafísica de la modernidad: el valor es para Nietzsche la hipostatización en la realidad de la acción volitiva del yo, y la verdad también tiene su origen en la voluntad; un valor que, además, ya no es supremo, como sentencia su famosa frase. Esto socava la posibilidad de concebir al hombre como sujeto: reducir la pujanza veritativa y la normatividad conceptual del cognoscente a mero valor (i. e., perspectiva, opinión, etc.), hace que no quepa hablar de subjetividad (como mínimo en el sentido moderno, que es el único en el que piensa Heidegger). Así, la subjetividad radical cercena sus propias raíces y carcome sus propias condiciones de posibilidad. El Dasein, como experiencia subjetiva radical, es tan solo la experiencia individual, está únicamente determinada por contingencia y finitud; factores a los que se reduce toda acción conceptual (ulterior) del hombre. En su ensayo «La frase de Nietzsche «Dios ha muerto»» Heidegger termina el texto de forma lapidaria: «El pensar solo comienza cuando hemos experimentado que la razón, tan glorificada durante siglos, es la más tenaz adversaria del pensar».

Sin duda, se le ha de reconocer a Heidegger el inconmensurable mérito de, en su analítica existencial, prestar atención a la centralidad que tiene en la estructura de la experiencia del yo su condición de yecto (Geworfenheit) y la indeterminación fundamental en la que se incardina toda empresa que este lleve a cabo, marcados siempre por los factores ya comentados: contingencia radical y finitud insoslayable. No obstante, el problema emerge cuando nos planteamos qué tipo de caracterización puede recibir el «el concepto» en el sentido tradicional de universal: del hecho de que contingencia y finitud sean determinaciones del ámbito en el que el concepto emerge (la existencia humana), Heidegger concluye erróneamente que estas son también determinaciones del concepto y que, así, el concepto de concepto –en el sentido tradicional, como algo universal– es imposible o, como mínimo, un espejismo. Es decir, el concepto es reducido a unos factores que, como hemos visto, no son propios del concepto mismo sino tan solo rasgos del ámbito en que el concepto emerge. Al negar universalidad al concepto, se niega el revés constrictivo y coercitivo (violento si se quiere) que tiene la acción conceptual humana y, de esta manera, queda impensada toda una esfera de nuestra acción en el mundo. Se trata de eso que los filósofos analíticos de la segunda mitad del siglo XX caracterizarán como propensión a seguir normas resultantes del significado como uso de las palabras en el lenguaje natural; una forma políticamente más correcta de definir lo que ya Hegel denominaba ‘negatividad’ y que luego Robert Brandom reformulará en términos de normatividad.

Esto se vuelve contra Heidegger en forma de la condena a una pasividad contemplativa sin salida, por un lado, y de la incapacidad para llegar a la raíz del planteamiento moderno de la subjetividad: el problema de la negatividad. Este problema general se puede traducir aquí en los siguientes términos: ¿cómo puede el sujeto (o el sujeto desustancializado, el Dasein) relacionarse con lo otro de sí («otro» en un doble sentido: individual y ontológico)? Esto, en un planteamiento heideggeriano, es sistémicamente imposible: la frase yo nunca puedo ser otro que Heidegger profiere en esta conferencia, expresa en realidad el hecho de que Heidegger satura la totalidad del ámbito de la ontología con la finitud del Dasein, sin dejar apertura posible para pensar la otredad y la diferencia en términos teóricamente fértiles. En Heidegger, como en Kant (aunque desde planteamientos y problemas diferentes), existe un ámbito de la totalidad de lo real que es inaccesible, y esto es así porque reduce la potencialidad de los instrumentos que tiene para poder acceder a este ámbito: reducir el concepto y el sujeto a la individualidad del yo es acabar con su vigor cognitivo. Heidegger roza este problema al tratar a Nietzsche (pero de nuevo evade la condición eminentemente negativa de la voluntad: querer es siempre carecer de algo y, además, dirigirse hacia un objeto con afán destructivo) y lo denuesta explícitamente al ocuparse con Hegel. No obstante, el debate Hegel-Heidegger quedará para otra ocasión.

Bibliografía

  • Aristóteles, Física, Madrid, Gredos, 1995.
  • Heidegger, Martin, El concepto de tiempo (Traducción de Raúl Gabás Pallás y Jesús Adrián Escudero), Madrid, Trotta, 1999 (accesible online en: heideggeriana.com.ar/textos/…; consultado el 24/04/12). Versión original: Der Begriff von Zeit, Tubinga, Editorial Max Niemeyer, 1989. Nota: solo se ha alterado la traducción sustituyendo el término ser-ahí por Dasein, el término original en alemán, préstamo que hoy en día es usado con soltura también en el ámbito filosófico en lengua española.
    • –, «La frase de Nietzsche «Dios ha muerto»» en Caminos de Bosque (Traducción de Helena Cortés y Arturo Leyre), Madrid, Alianza Universidad, 2010.
    • –, Sein und Zeit, Tubinga, Max Niemeyer, 2001.

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