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«Tal como Hegel lo plantea: al luchar contra el enemigo externo, uno lucha (sin saberlo) contra su propia esencia. Así, lejos de celebrar el conflicto comprometido, la idea de Hegel es más bien que todo posicionamiento conflictivo, todo tomar partido, tiene que depender de una ilusión necesaria (la ilusión de que, una vez el enemigo haya sido aniquilado, yo alcanzaré la completa realización de mi ser)»

Tradicionalmente se ha venido entendiendo a Hegel como un pensador panlogicista y sistemático, cuyo objetivo final es dar cuenta de la totalidad de lo real en claves racionales. El proceso fundamental por el que dicho sistema funciona vendría a ser el método dialéctico (afirmación-negación-superación), que en última instancia habría de llegar a un orden positivo definitivo (el conocimiento absoluto) que se traduciría en el fin de la filosofía, el fin de la historia y el fin del hombre –entendiendo estos tres conceptos en clave hegeliana: el hombre como ser que niega, la historia como ámbito de desarrollo de las negaciones realizadas por el hombre y la filosofía como aspiración al saber sin serlo aún): si el hombre alcanza el conocimiento absoluto y lo utiliza para la satisfacción inmediata de sus necesidades, no le quedará nada que negar y comenzará un período post-histórico. El fenómeno fundamental de dicho proceso sería la negación, i.e. el acto de transición entre cada uno de los estadios dialécticos y cuyo escenario fundamental es el conflicto, que siempre quedaría sublimado en un momento ulterior.

Esta caracterización es profundamente errónea. Intentaremos responder a la pregunta que nos lanza Slavoj Žižek –de quien tomamos la cita– en su artículo ¿Es todavía posible ser hegeliano hoy? y trataremos de ubicar el método hegeliano en el orden filosófico que le corresponde.

Como el propio Žižek aclara en su texto, el propósito (acaso inconsciente) de una presentación del método Hegel bajo una clave semejante a la que hemos mencionado no es sino ocultar el contenido traumático del planteamiento hegeliano. De hecho, la llamada «ruptura post-hegeliana» (Schopenhauer, Marx y Kierkegaard, y más tarde Nietzsche e incluso Freud) se define negativamente respecto al «idealismo absoluto hegeliano» y focaliza, en cada caso, un cierto antagonismo radical que se halla en el núcleo de toda realidad humana y que la «reconciliación» del sistematismo hegeliano, dicen, soslaya (antecedentes de las filosofías vitalistas, existencialistas… aquello que Badiou denomina «antifilosofía»). No es, pues, azaroso, que nuestro comentarista de Hegel establezca un debate con G. Lebrun, quien a través de una relectura (no heideggeriana) de Nietzsche, pretende enterrar la idea hegeliana de «reconciliación» (Versöhnung) como un espejismo vacío que ignora la contundente problemática personal y vibrante del individuo que, a pesar de todo, no queda sugestionada en el momento final del conflicto. Lleva a cabo semejante proyecto mediante un método que podríamos caracterizar en términos de Foucault (quien, por otra parte, se reconocía abiertamente nietzscheano) como una «arqueología» del conocimiento dialéctico que propone Hegel. El debate crucial, pues, se establece aquí entre los polos de Nietzsche y Hegel y en la relación fundamental que aparece entre ambos: en ella se juega no solo la conclusión del debate sobre la viabilidad de un hegelianismo hoy, sino también la caracterización adecuada tanto del proyecto de un autor, como del otro.

Una arqueología del conocimiento que busca las condiciones históricas que permiten que semejante conocimiento emerja como significativamente relevante es, en definitiva, una «Historia de…». Si algo caracteriza este método en Foucault, es la voluntad de identificar momentos históricos (siempre contingentes) como causas fundamentales del surgimiento de una forma de saber como la hegemónica: ello permite, claro está, posibilitar una lectura contingente del saber que en una época determinada se presenta como absoluto y/o definitivo. Arrojando contingencia sobre un edificio epistemológico, se puede concluir su relatividad histórica y su condición de producto de un momento y una sociedad determinadas –con lo que, en cierta medida, se busca invalidarlo–. En este sentido, Lebrun propone, en términos generales, que lo que Hegel presenta como el automovimiento de despliegue dialéctico de la idea se puede reducir, en última instancia, al relato de una serie de conflictos personales, aciagos y agónicos, encarados a la autoafirmación vital de la voluntad de poder de los individuos: rendición, sometimiento, sacrificio, derrota, victoria, etc. Es decir, el marco en el que aparece la realidad pura del proceso histórico es la agonía individual que anhela vivir contra todo obstáculo y que halla en el éxtasis vital, a través de la embriaguez de la obra de arte excelente, un fin en sí mismo –como Nietzsche habría argüido–.

La clave para comprender los términos efectivos en los que se produce este debate se halla en averiguar qué es lo que Hegel entiende exactamente porreconciliación‘ como tercer momento del proceso dialéctico o superación (Aufhebung) referido al contexto del conflicto violento en el que los enfrentados consideran, en última instancia, la eliminación del enemigo como el reto fundamental para la realización propia (es decir, entendemos ‘enemigo’ en un sentido schmidtiano: lo radicalmente opuesto a la propia posición; ello excluye algo así como enemigos puntuales o parciales). Con otras palabras: estamos atendiendo al análisis que hace Hegel de la idea de «conflicto», entendiendo como tal toda contraposición radical de potencias subjetivas (hombres, grupos, naciones, religiones, etc). Hegel es conocido como el «filósofo del conflicto» por su conocida idea de que la verdad de todo lo que es, de todo ente, se da en su conflicto con su opuesto. La crítica tradicional (ya desde Marx), ha entendido esto o bien como que (a) Hegel considera que se debe azuzar el conflicto entre uno mismo y su oponente para así alcanzar la propia verdad, o bien como que (b) lo que Hegel subraya es que es el propio conflicto lo que representa la verdad (que se debe afirmar el conflicto no para alcanzar la verdad, sino porque él mismo es la verdad). Ambas caracterizaciones son totalmente ajenas a Hegel y están fundadas en una lectura superficial y, en ocasiones, interesada de los textos hegelianos. Que la verdad se dé en el conflicto quiere decir, en lugar de aquello, que la verdadera condición propia se presenta como innegable en el conflicto directo, emerge (no nace) en él revelándose como algo que ya estaba ahí antes y que, además, ya siempre viene siendo lo más propio. Žižek recoge un comentario de Hegel que sirve de ejemplo: es muy fácil aceptar a la ligera e incluso banalizar la insustancialidad de la condición humana finita y el carácter insoslayable de la muerte (hoy en día es bastante corriente oír frases como «¡Total, hay que morir de algo!» o «Si es que no somos más que animales»), ¡pero es mucho más complicado aceptar esta lección si un enfurecido soldado enemigo entra en nuestra casa y comienza a descuartizar a nuestros familiares! En ese sentido, la verdad aparece en la autocontradicción (i. e., del sujeto consigo mismo) antes que en el otro como obstáculo final. La verdad es el revés que nuestra acción sobre el enemigo genera en la conciencia que uno mismo tiene sobre sí, y por ende, en la propia naturaleza. Es la fuerza contraria que nos devuelve nuestra esencia al enfrentarnos al enemigo. En este sentido, es solo la derrota lo que otorga al sujeto su verdad (mientras que en el planteamiento nietzscheano, es la pasión por el riesgo, el heroísmo griego consistente en entregarse totalmente a la batalla –victoriosa o no– lo que marca la excelencia del individuo, y con ello su verdad, aunque él no lo plantee en estos términos). En este sentido, para Hegel la reconciliación es siempre autoreconciliación tras la derrota y no alivia el sufrimiento o los antagonismos existentes, sino que, precisamente, los hace patentes.

En la misma línea aunque ligeramente alejado, el autor comenta cómo una lectura adecuada de Hegel muestra que este entiende que todo tomar partido en un conflicto depende de una ilusión fundamental: la consistente en que la eliminación del enemigo es condición para la propia afirmación. Lo que Hegel apunta no es la idea de sentido común de que, en un conflicto, uno se define negativamente frente a lo que critica o ataca (p. e., en la situación habitual de que alguien tiene como tema habitual de conversación la crítica a otra persona y se le responde «si esta persona no existiera, no tendrías nada de qué hablar»). Este no es el planteamiento: la idea de Hegel indica que lo que se percibe como enemigo es, en realidad, la materialización externa de una inconsistencia propia. En el polo opuesto de todo combate uno siempre encuentra la esencia propia alienada. Podemos usar como ejemplo la tendencia, que (sin llegar a ser ley histórica) se da en situaciones de malestar social, político y económico, a que aparezcan movimientos xenófobos, racistas, antisemitas, etc. en el espectro político. Lo que estos movimientos llevan a cabo es la condensación del malestar de la sociedad en un perfil (el judío, el inmigrante ilegal, etc.) en calidad de causa. El perfil problemático recibe repentinamente sobre sí una identidad que no tiene nada que ver con su realidad fáctica, pues consiste simplemente en la proyección de la esencia inestable de la sociedad sobre este. Los argumentos o pruebas empíricas contrarias se revelan incapaces de romper la ilusión (incluso se utilizan inversamente por la ideología que proyecta esta ilusión sobre el perfil problemático en su favor), pues su realidad depende directamente del malestar social y no de hechos objetivos. Así, solo cuando se produce la derrota se le hace la verdad patente al sujeto ideológico y solo entonces se percata del delirio que sustentaba su conflicto (la Alemania actual es un claro ejemplo).

De esta manera, vemos cómo el análisis del conflicto en Hegel es bastante más profuso que el que hallamos en Nietzsche, atento siempre a las condiciones de autoafirmación vital. Desde el punto de vista de Hegel, tal autoafirmación conlleva la parcialización del sujeto en los conflictos particulares en los que toma partido incluso aunque la máxima consista simplemente en arriesgarse en el enfrentamiento en general (y no en este o en aquel), lo que solo potencia la parcialización del sujeto a base de disgregarla. En este sentido, no tiene sentido criticar la idea de Hegel de reconciliación por falsa. El propio Hegel protestaría ante una sistemática reconciliación racional y pacífica como fruto de la más ingenua inocencia humanista (véase el caso del krausismo español).

Tras este análisis y su debida puntualización, estamos ahora en condiciones de apreciar cómo la estructura de esta caracterización de la verdad en el conflicto se aprecia en el tratamiento hegeliano de la visión histórica del pasado: considera el autor profundamente errada toda visión evolucionista del pasado (el estructuralismo francés, aunque vino más tarde, es un claro ejemplo de lo que critica Hegel, pues afirma «la primacía de la sincronía sobre la diacronía»), pero no por que lo que su planteamiento sea falso, sino porque es incompleto en su esencia. Esta forma de leer la historia evade el punto traumático inherente a toda mirada histórica: cuando se produce un cambio históricamente relevante (en cualquier ámbito), no sólo aparece algo nuevo, sino que retroactivamente, se cambia el propio pasado. A la luz de la aparición de un cierto evento esencial, el pasado queda caracterizado de una nueva manera: por ejemplo, la Edad Media solo es tal porque hubo renacentistas que veían a aquellos que «estaban en medio de los clásicos y nosotros» como molestamente medievales (si se le hubiera preguntado a un individuo que vivió en el s. XIII que qué tal se vive en la Edad Media, el interrogado no habría entendido la pregunta aunque se hubiera formulado en las lenguas y dialectos de la época). Es el acontecimiento de algo fundamentalmente nuevo (no solo «novedoso») lo que proyecta una identidad nueva a lo que acontecido tras éste. Y este acontecimiento fundamentalmente nuevo muchas veces se presenta bajo la forma de un «retorno a lo originario»: el Renacimiento, la Reforma Cristiana, etc. Así, la «primacía de lo sincrónico» es una tautología para ciegos, pues eclipsa el hecho de que lo sincrónico también está en lo que se ve como diacrónico afectándolo a posteriori. Caracterizar el pasado de una forma distinta tiene consecuencias ontológicas, pues tratándose de objetos de estudio diacrónicos (algo que no es, sino que fue; es decir algo que no tiene existencia más que precisamente como constructo teórico), su estatuto epistemológico determina su estatuto real, social y, por supuesto, político.

En resumidas cuentas: Hegel aplica en el análisis del advenimiento de la necesidad histórica la misma estructura que en el surgimiento de la verdad en el conflicto: lo nuevo presenta lo anterior de una forma radicalmente diferente de manera que aparece algo que antes permanecía inconcebido como lo que estaba ya siempre allí y además era ya lo más esencial (aunque no lo supiéramos). Hegel critica de este modo la visión histórica progresista o evolucionista precisamente por entender la historia bajo la clave de la idea de reconciliación que se le suele endosar al propio Hegel, y que la crítica habitual viene recriminando desde Marx:

Lebrun omite el giro adicional que complica su imagen de Hegel. Sí, Hegel niega el tiempo sublimándolo en la eternidad; pero esta negación tiene que aparecer, ella misma, en un evento temporal contingente (i.e., debe depender de este). Sí, Hegel niega la contingencia sublimándola un orden racional universal; pero este orden mismo depende de un exceso contingente (por ejemplo, el Estado como totalidad racional sólo puede efectivizarse a través de la figura «irracional» del rey como su cabeza). Sí, el conflicto se niega quedando sublimado en la paz de la reconciliación (aniquilación mutua) de los opuestos, pero esta reconciliación misma tiene que aparecer como su opuesto, como un acto de extrema violencia […] la ‘verdad’ de un fenómeno siempre reside en su auto-aniquilación, en la destrucción de su ser inmediato (Žižek, 214).

Žižek recoge al final del artículo mencionado una pregunta fundamental que el propio Lebrun formula: «¿Puede disociarse la visión (sentiment) del Universal [el concepto, la idea, todo aquello de naturaleza conceptual] de este apaciguamiento [derivado de la idea de reconciliación como supuesto resultado armónico del proceso dialéctico]?» (223). Es decir: «¿podemos siquiera pensar usando conceptos –que son siempre universales, sintetizadores y omniabarcantes– sin caer en la ilusión de una reconciliación de la siempre traumática realidad?». La pregunta presenta una clara dependencia de la errónea comprensión de Hegel que venimos trazando y criticando (según la cual, el «concepto totalizante» es aquello que «apacigua» y «sosiega» los antagonismos de la realidad) pues se plantea la posibilidad de solucionar un problema que ni siquiera emerge como tal en el planteamiento propiamente hegeliano. No obstante, la respuesta que da Žižek es inesperada y contundente: «Sí, y esta es la razón por la que la guerra es necesaria: en la guerra, la universalidad reafirma su derecho sobre el apaciguamiento orgánico en la vida prosaica y contra el mismo. […] Esta es la razón por la que la vida social está condenada a la «infinidad espuria» de la eterna oscilación entre vida civil estable y perturbaciones de tiempos de guerra» (223). Es decir, Žižek invierte la pregunta (basada en una lectura errada) para subrayar de esta manera el proceso que Lebrun es incapaz de percibir. Si Lebrun pregunta cómo evadir la totalización de la idea como conjunción sosegadora, Žižek no responde algo así así como «no hace falta evitarlo porque la idea no tiene tal carácter». Lo que Žižek contesta es que, a pesar de la idea no es originariamente una totalización armonizante, debemos aspirar a que ésta mantenga algo de dicho carácter, i. e. la idea debe conservar un cierto momento de totalización racional. Por ello, dice, es necesaria la guerra: el conflicto extremo que tiene la erradicación violenta del enemigo como horizonte.

Žižek busca abrir una lectura de Hegel que soslaye los tradicionales problemas que se le achacan (pensar la idea de repetición, pensar la novedad, explicitar el estatuto de la negatividad como proceso fundamental del proceso dialéctico, etc.) y para ello plantea, en términos propiamente hegelianos una lectura hegeliana de Hegel después del post-hegelianismo (post-post-Hegel) que incluya en términos propiamente hegelianos las críticas que estos lanzan al proyecto del filósofo suavo. En muchas ocasiones esto se traduce en ver cómo el contenido de todas esas críticas puede derivarse de una lectura de Hegel dando una vuelta de tuerca más al proceso dialéctico, o lo que es lo mismo, avanzando en la problemática hegeliana con conceptos propiamente hegelianos y siguiendo la línea marcada por él. El contenido de dichas críticas está, en muchas ocasiones, está ya incluso clara y explícitamente en los textos hegelianos.

No obstante, quizás su respuesta a la última pregunta que recoge de Lebrun, en otro intento de rechazar la idea del «final de la historia» liberal, es demasiado apresurada: ¿es realmente necesario que se den momentos de guerra para que los pueblos del mundo no caigan en el delirio del pensamiento armónico? Una página antes lo recoge de otra manera (hablando de la imposibilidad de una síntesis omniabarcadora que sublime la negatividad implícita al mismo hecho de que la muerte exista como posibilidad humana): «En la vida social, esto significa que la paz universal de Kant es una esperanza vana, que la guerra siempre permanece como un riesgo de perturbación de la Vida estatal organizada; en la vida individual subjetiva, que la locura siempre se esconde como una posibilidad» (222). Es aquí donde lo formula en los términos adecuados: la guerra (o la locura) debe permanecer como posibilidad. Pero ello no conlleva que haya de darse efectivamente. En este sentido, el miedo a la guerra puede ser ya en sí mismo coerción suficiente para evitar una afirmación del sujeto cartesiano autológico e igual a sí mismo (reconciliado consigo mismo) o del uno spinoziano que engloba la totalidad de la realidad en sí, racionalismos delirantes que toda la filosofía contemporánea viene criticando en bloque. La posibilidad de un Otro radical identificado con el enemigo, socava ya esta visión; y este Otro toma su estatuto ontológico ya en la posibilidad de guerra, y no en la guerra efectiva. La matización de este detalle de orden modal tiene consecuencias políticas radicales: socava un posible proyecto emancipatorio derivado directamente de la filosofía hegeliana (o como mínimo, su necesidad).

Bibliografía

  • Lebrun, Gerard, L’envers de la dialectique. Hegel a la lumière de Nietzsche, Paris, Editions du Seuil, 2004. Apud Žižek, Slavoj, op. cit., 2011.
  • Žižek, Slavoj, «Is it still possible to be a Hegelian today?» en Bryant, L., Srnicek, N., y Harman, G., (eds.), The Speculative Turn. Continental Materialism and Realism (Colección Anamnesis), Melbourne, re.press, 2011. La traducción de las citas es propia.  Disponible on-line: re-press.org/books/…

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